Amor apreciativo

El vínculo original del niño con el padre es algo más sutil que el de recibir la nutrición y ternura materna, y consiste más bien en un mirar hacia quien su madre mira. Con ello, el padre se vuelve para el niño un punto de referencia. Si la madre ama al padre, el niño también, a través de una identificación con su madre. ¿Pero cómo? A través de una receptividad que lo convierte en un ideal, un modelo o guía respecto a lo que tiene valor.

Así como entre los pájaros el pollito sigue a la gallina, en nuestra especie ocurre como si nuestro polluelo —el bebé— siguiese al padre al tomarlo como modelo, y se constituye de esa manera el progenitor en una figura de autoridad primigenia. Desgraciadamente, el padre se va a tomar la autoridad, y con ello abusará de la misma, transformando su influencia espontánea en un mando autoritario. Pero el origen de la autoridad no está en los mandatos del padre, sino en el impulso a seguir del hijo; el impulso a modelarse de acuerdo a un ejemplo: una imitación que se vuelve impulso a aprender. Cuando admiramos algo, nos transformamos en ello, y nadie le puede quitar a un devoto el que se vaya semejando a su maestro.

Claro está que, pese a su impulso natural a admirar a los grandes, el niño tarde o temprano se va dando cuenta de que en el mundo degradado en que vivimos no son tan grandes, y llega un momento en que siente que se ha equivocado al darle a sus padres la dignidad de dioses. A medida que descubre las imperfecciones de los grandes y su falta de sabiduría (que percibe antes de que pueda darse cuenta explícita de ello) se va revelando ante estos y aun ante otras autoridades en el mundo. Y es una lástima que los educadores, y especialmente los políticos de la educación, no se den cuenta de la falta de sabiduría en lo que se les inyecta a los niños, y cómo esto contribuye a que, aunque tarde, se desinteresen del aprendizaje y desarrollen, incluso, trastornos de la atención; pero un niño llega programado para admirar, y «se come el mundo», incorporando el lenguaje de los suyos y la cultura en la que ha nacido, y todo le entra muy fácil (hasta demasiado), ya que percibe a sus padres como dioses. Es seguramente esta experiencia primigenia la que revivimos cuando creamos el modelo de Dios Padre, o aquel de Dios Madre. No son estas imágenes inventadas, sino que simplemente han sido olvidadas, pues pertenecen a una parte abandonada de nuestra infancia, cuando nuestros padres eran dioses que se movían en una dimensión que apenas podíamos intuir.

Basta con admirar a una persona lo suficiente como para que se nos empiecen a pegar su manera de hablar y otras actitudes. Y basta con ver cualquier película con un personaje heroico, trátese de Superman o de un admirable detective, para se le peguen a uno los gestos del héroe. (Todos conocemos la experiencia de cómo al salir del cine caminamos como el héroe y movemos la cabeza como él). Todo ello deriva del amor admirativo, que es indispensable al aprendizaje.

Y si uno se convierte en lo que admira, así también ocurre con la devoción, que por ello se vuelve una vía muy directa hacia lo divino. Amar al dios que podemos concebir nos va volviendo semejantes a este, como en la doctrina cristiana de la «imitación de Cristo». Solo que presentar la devoción (o la adoración) como un mero ejercicio espiritual sería desconocer su experiencia, que pone de manifiesto que el amor hacia lo divino no es algo tan voluntario como pudiera parecer. Por ello se dice en las tradiciones místicas que el amor de Dios constituye, más bien, un don divino. Y la devoción comienza por ser una sed de Dios, una sed metafísica que se puede confundir con una sed de conocimiento o de verdad, y es una sed de algo a lo que no le podemos poner nombre. Si queremos, podemos ponerle el nombre de «Dios», que es un símbolo conveniente para el aspecto profundo de la existencia, pero lo misterioso de la devoción es que el amor a Dios no es propiamente nuestro, sino que divino, y no podría ser inventado.

Hay quienes han tenido tantos problemas con su padre, que no conocen la actitud de respeto en su vida, y se han vuelto cínicos despectivos. Y hay mucho de eso en la cultura moderna, en el ocaso del mundo patriarcal, en el que reina una desilusión colectiva. Parecería que tal cosa fuese buena, por el hecho de constituir una respuesta a un mal, pero tiene el inconveniente de acarrear una muerte generalizada de los valores. Si no hay aprecio, no hay valoración, y entonces el mundo se nos vuelve muy pobre, pequeño y plano.

Tal es el empobrecimiento de valores que caracteriza nuestro tiempo (y al decir valores quiero referirme a tales cosas como el amor a la verdad, a la belleza y a la justicia), y si uno quiere creer a los posmodernos, es un signo de madurez intelectual que ya no creamos en nada: se condenan las ideologías, y va contra la moda todo pensamiento grande; más aún: se sospecha que quien propone una idea grande quiera engatusarnos, llamar la atención indebidamente o preparar alguna maniobra de poder.

El reconocimiento de que nos aqueja un déficit colectivo de amor apreciativo nos permite comprender la relevancia de que la música no solo es un fenómeno espiritual (que surgió con el chamanismo como una manera de acceder a la experiencia religiosa, o a lo divino) sino que, más precisamente, es un gran vehículo de expresión y ejercicio del amor apreciativo —que culmina en la devoción y la adoración de una realidad ideal. Puede por cierto decirse también que hay música que no tiene nada de sagrado, o que es decididamente profana. La música que escuchamos en los ascensores o en los aeropuertos no es muy sagrada y resulta incluso difícil mantener un espíritu elevado en un ambiente de muzak. Y existe hoy en día una industria de música envasada, que según los expertos sirve para vender más, así como también se vende más con buena iluminación. Pero, aun en tales casos, podemos decir que lo que se ofrece es un derivado del amor, solo que ciertas personas prefieren los derivados y sustitutos del amor al amor verdadero —tanto en la música como en la vida.

— Claudio Naranjo – La música interior