El velo de Sofía

Juanjo Albert. (Abril 15, 2002)

Está claro que actualmente vivimos en tiempos de crisis, una crisis que nos abarca completamente a todos los niveles sociales e individuales. Y esto podría no ser malo, pues de las crisis surge la luz y la evolución. Aunque no dudo de que llegará a buen término, está resultando un parto muy costoso, porque el factor más definitivo de este momento de crisis es el que en su origen y en su mantenimiento esté la manipulación y el engaño.

Ya va resultando evidente que no vivimos en la “cultura del bienestar”, a lo más en la de la comodidad y del consumo innecesario; un consumo que es la piedra angular de nuestro desarrollo económico. Yo más bien diría que vivimos en la cultura de la insatisfacción. Por lo general, no consumimos más de lo que necesitamos cuando nos encontramos satisfechos, y esto vale tanto a nivel material, como a nivel emocional y espiritual; es la insatisfacción la que origina el anhelo de tener, de poseer. La manipulación y el engaño consisten en polarizar ésta insatisfacción exclusivamente hacia lo material, quedando lo emocional, lo intelectual y lo espiritual desatendidos, con pocas posibilidades para desarrollarse, pero sólo así se puede obtener el consumo necesario para el mantenimiento económico tal y como está diseñado actualmente. El resultado está siendo preocupante.

Volvemos la mirada hacia nuestros superpapás y supermamás para que nos protejan, pero nuestras Instituciones nos sirven cada vez menos porque van quedando vacías de contenido y no pueden darnos el estímulo, la seguridad y la contención que estamos necesitando, ni económica, ni social, ni mucho menos ética. Se nos invita a comulgar con ruedas de molino y comulgamos, y se nos indigestan por más que tomemos píldoras para hacer buenas digestiones; se nos invita a no ver la evidencia y no la vemos. No ver, no oír, no decir, sólo nos permitimos la queja para que parezca que nos responsabilizamos de algo, aunque la realidad sea que ni de nuestro propio sufrimiento nos responsabilizamos; con frecuencia perdemos mucho tiempo y energía buscando un otro culpable. En un movimiento instintivo de supervivencia, nos encerramos en nuestro caparazón de moluscos a ver si hay suerte y no nos comen: ¡sobreviviremos aunque nos perdamos la experiencia de la vida!

Que nuestra sociedad es una sociedad mayoritariamente insatisfecha, resulta evidente. Ni siquiera es necesario argumentarlo, basta con que cada cual mire hacía sí mismo, considere su propio vivir, y vea cuan satisfecho se encuentra consigo mismo, si es que se encuentra aún. Basta con que nos miremos a los ojos, cosa que generalmente no hacemos, no queremos que nos vean. No queremos que se vea nuestra profunda contradicción, nuestra cobardía, nuestra pasividad ante hechos que nos repugnan esencialmente. Nuestro caparazón de indiferencia, superficialidad y pretendida ignorancia no nos protege de nosotros mismos, ni de las miradas limpias.

El caldo de cultivo sobre el que nos estamos desarrollando es, además de la insatisfacción personal, la inseguridad y el miedo. El resultado está siendo de individualismo, aislamiento y falta de solidaridad. Estamos perdiendo el contacto con nuestra intimidad y, consecuentemente, con los demás. Nos relacionamos con nuestra intimidad como con nuestras ropas: podemos llegar a ser un objeto para nosotros mismos al que le exigimos un comportamiento deshumanizado. Y esto no está tan lejos, cuando ya lo estamos haciendo con los demás. Estamos perdiendo nuestra intrínseca razón de ser y de vivir. Nos estamos olvidando que, en palabras de Heidegger, nuestro existir es un “ser para la muerte”, y, sobre todo, nos estamos olvidando de la especie, de nuestra responsabilidad en su crecimiento, mantenimiento y evolución. Nos estamos comportando como autogenocidas. Y es coherente que así sea, puesto que este vivir en la alienación humanista y espiritual con mucha frecuencia suele acabar en la depresión emocional.

Mientras tanto exigimos al otro-objeto-de-consumo que nos satisfaga en algo que sólo está en las manos de cada cual, en algo que es necesario que cada persona cumpla consigo mismo: nadie más que Ulises sabe cómo tensar el arco de Ulises.

Así las cosas, ¿qué podemos hacer? Cualquier movimiento liberador de este estado de cosas, ha de pasar necesariamente por el ser y el estar. Ante todo ser honesto y claro ante uno mismo y reconocer como es nuestro estar presente, como nos sentimos aquí y ahora, y qué acción consecuente tendría que derivarse de ello. No se trata de una revolución social, política ni económica, se trata de una evolución interior, de un viaje a través de nuestros errores hacia nuestro reconocimiento como seres humanos emocionales y espirituales, no sólo racionales. Se trata de un redescubrimiento, de un reencuentro, de una revelación en definitiva de uno ante sí mismo, para que cada cual pueda tensar su propio arco y disparar su flecha con acierto, sin error. Se trata de iniciar el camino del conocimiento y de la compasión, se trata de iniciarnos en una evolución espiritual individualizada.

Se hace necesario que nos individualicemos para que cada cual pueda sacar su pie de la institucionalizada trituradora común. Yo soy yo, y tú eres tú, y juntos podemos ayudarnos siempre que cada cual se haga cargo del riesgo de ser director de su propia vida. Y desde la libertad de ser y expresarnos, mantener una actitud de entrega a nosotros mismos, a los demás y a la vida, ya que en la entrega podemos encontrar la propia identidad. Esto empieza a ocurrir a partir de que podamos asumir nuestra finitud como individuos y nuestra responsabilidad con la especie, hacia cuya vida deberíamos tener un agradecimiento sin límite. Creo que al fin y al cabo no es posible que nos evadamos de nuestra responsabilidad como individuos humanos, la propia vida nos demanda por ello, de una u otra forma. No dudo que hay varios caminos, cada cual encontrará el suyo, pero por más vueltas que le demos, por más atajos que busquemos, es seguro que, en éste caso, todos conducen al mismo sitio. Miles de años de tradiciones espirituales así nos lo señalan: sólo puede cesar la insatisfacción tras el reencuentro en la intimidad de uno consigo mismo. Sólo tras la vuelta a casa se encuentra la paz. Este es el viaje del guerrero. Con este paisaje de fondo, el ejercicio de una profesión como la nuestra, que implica un estrecho contacto con los conflictos psicológicos y emocionales de las personas que acuden pidiendo ayuda, porque confían en nosotros, se hace complicado y requiere estar aún más claros ante el momento histórico en que vivimos. Esta responsabilidad no abarca la que cada persona tiene sobre su propio proceso terapéutico, ni le exime de ello. Es más, solo es posible la acción terapéutica a partir de que el individuo se decida a asumir su propio proceso y vaya aceptando los supuestos riesgos del cambio que pueda experimentar su vida, y que siempre son menores y mejores que las catastróficas fantasías con las que solemos meternos miedo. Hacernos responsables de nuestra profesión implica aceptar los riesgos de un oficio que no es exacto, ni mecánico; aceptar que estamos sujetos al error allí donde el error es trascendente, puesto que trabajamos con relaciones humanas y éstas son complejas, tan complejas que forman parte de la esencia de la vida. Aceptar que somos herramientas de nuestro trabajo y que no podemos ayudar a nadie más allá de donde podamos ayudarnos a nosotros mismos, y por tanto con el deber de mantenerme constantemente alerta, revisado y a punto, tan libre de error como sea posible al límite de mis capacidades actuales: lo malo del error no es caer en él, sino permanecer en él. Y aun así tener el coraje de no inmovilizarnos dentro de estrechas visiones doctrinales, sino hacer frente libremente a las necesidades del momento con una actitud creativa y renovadora, poniendo el punto de mira más allá de la sanación psicológica y emocional, para poder dar cabida también al desarrollo espiritual. No puedo quedarme en sanar superficialmente los síntomas, reforzando los mecanismos neuróticos para que el individuo se adapte mejor a una sociedad que, en éste momento histórico, está resultado peligrosamente alienante y devoradora. Me siento con responsabilidad por saber que el desarrollo de la ESPIRITUALIDAD, entendida como fuerza creativa y renovadora, genuina y esencial en el ser humano, es condición necesaria para encontrar la SALUD como fuerza permisiva del bienestar y del placer, para obtener SATISFACCIÓN. Y que ésta misma es la fuerza creativa de la VIDA. Y que el desarrollo de la espiritualidad pasa por el desvelar óntico de cada cual ante sí mismo.